miércoles, 28 de febrero de 2007

Sonoros sudores sordos

"Hablo de un grito cutáneo... es como si mi piel transpirara tu nombre."

Suspiros de la piel. Continuamente. Desesperadamente. La piel nos habla y la callamos pensando en telas y aguas frías, crueles, que cortan como cuchillos en honor a la razón. Nos tiran contra el suelo, nos apagan a golpe de suelas de zapato; pero nos levantamos y salimos del asfalto en busca de pieles que escuchen a la nuestra… aunque su ruido sólo nos parezca eso: ruido; y aunque ese ruido sea estridente no llega a ensordecernos. Entonces nos conformamos con rumores mientras buscamos una melodía que entone como deseamos con las palabras de nuestra piel. Sonidos, sonidos y más sonidos… y ninguno entre ellos consigue armonizar mientras hallamos la forma de componernos junto a las brasas de algún tacto que podamos reavivar. No existe, la perfección no lo es, la inventamos cortando sensaciones en un patrón de sueños que por defecto no somos capaces de tocar. Escuchamos “te quiero (s)”, los soltamos al vacío y se pierden entre las lenguas que los necesitan, y las que los olvidan. Pero te quiero, o te quise… y tú me quisiste, hiciste de mi un trocito de lo que nunca voy a ser, de lo que ya soy, a pesar de la resistencia. Tú lo dijiste, mi lengua lo necesitaba y lo escuchó para no olvidarlo. Me dormí una noche escuchando cómo lo afinabas para mi piel, escuchando sólo una voz que nunca he visto. Y a la mañana siguiente no había nada que escuchar. Me dejaste sorda, tú. Me dejaste sorda, y sólo llegaste para susurrarme; de haber gritado junto a mis oídos hubiera desaparecido, y ahora no sería la primera vez que leo esto, que escribo esto, que te hablo sin decirte nada, que escribo pensando en el silencio. Y en eso te has convertido. Para mí. Amo de las metáforas, interpreta. Te conté un cuento y tú lo hiciste tuyo, para contármelo… cuando ya había olvidado a la autora. Ahora tomo el tuyo de otoño, y lo reinvento porque es mío desde que dijiste que tu piel transpiraba mi nombre.

Eco, eco, eco…

lunes, 19 de febrero de 2007

Patas y ruedas

Vino a verme. Vino a verme y se quedó sentado junto a mí, colocó una silla de mimbre pintada (o despintada) de blanco junto a la mía, y mientras me miraba fue doblando su cuerpo poco a poco hasta formar dos ángulos rectos paralelos a los del mimbre. No lo miré, pero intuí sus ojos; nunca lo miraba, nunca miraba a nadie, ni a nada… o eso daba a entender.

El mejor escudo es no mirar, no ver. O ver y mirar pero no hacérselo saber a nadie. Les es más fácil olvidarte, menos costoso reparar en ti… aumenta la libertad y disminuye el riesgo de dolor, pero no te pierdes nada porque juegas con ventaja, y ellos no lo saben.

Tardó varios minutos en hablarme, se dedicó en ellos a mirar a su alrededor, a sentirse a cada mínimo fragmento de tiempo más y más incómodo, su asco a aumentar, su vergüenza a avergonzarle, y su sentimiento de inferioridad a superarse. Hacía muchos años que no lo miraba, pero lo conocía demasiado. Una vez más, mentalmente, comencé la cuenta atrás que acababa en un cero mental y en un “¿Cómo estás?” verbal; mío el primero, suyo el segundo. Desde hacía siete ceros “cariño” había dejado de acompañar a su pregunta, y cada cero equivalía a dos semanas. Sí, casi tres meses hacía que nadie me llamaba cariño, no me importaba en realidad que no me llamase así, porque pueden llamarte zorra y hacerte sentir más querida que con un “cariño” del que, yo en este caso, conocía su vacío, hipocresía e inercia. Lo que me apenaba era no escuchar esa palabra, siempre me gustó, como “azufre”, y puesto que también había dejado de hablar, no podía escucharla a no ser que alguien la dijera. Contesté a su pregunta mirando al vacío y sin despegar mis labios uno del otro, aunque empezaba a notarlos secos y pegados. Me dio por pensar que quizá cuando volviera a intentar abrir la boca, me dolerían los labios y no podría… Quizá podría fingir que se me había quedado la boca entumecida, o al menos (ya que a base de fuerza podían abrírmela), resistirme a abrirla; sería interesante observar sus reacciones, un nuevo dato que añadir al expediente… un nuevo enfoque para sus investigaciones.

Tras unos segundos observándome (por así decirlo), volvió a emitir sonidos: “Bueno… hemos estado charlando antes de salir a verte; me han informado… dicen que sigues igual, pero que las mejoras están cerca, o eso parece. No sé si me escuchas, me pregunto si siquiera estarás pensando en algo… si sabes que estoy aquí, a tu lado…”. Cerró la boca; era mi turno. Cuántas palabras juntas, consecutivas, cayendo una detrás de otra como las migas de pan. Cuánta ineficacia, migas que se harían duras como las piedras de un camino que nadie volvería a andar, que no servirían para encontrarse en lugar alguno, para perderse después.

Silencios. Volvió a mirar a su alrededor, con una resignación tan desgastada que comenzaba a estar a cada cero más cerca de la indiferencia. Lo cierto es que aquello me asustaba. Puede que fuera cruel preferir su tristeza a su indiferencia, pero lo cierto es que no me importaba lo más mínimo mi grado de crueldad. Me asusté. Conecté los ceros que habían pasado desde que no escuchaba la palabra “cariño” a ese aumento de indiferencia. Me asusté bastante, y el miedo era una de las cosas que más miedo me daban. Así que se me ocurrió la idea de darles una sorpresa, a él y a los estudiantes.

Él abandonó su mirada en alguna de las briznas del césped. Yo quise mirarlo. Ya no recordaba la última vez que lo hice, que lo hicimos. Y lo cierto es que no terminaba de acostumbrarme a echar de menos sus ojos. Pero no lo miré, esa sorpresa no sería tan espectacular como lo que tenía en fabricación dentro de ese hueco por el que se asoman los ojos, las orejas, la nariz, la boca… y demás cosas sobresalientes. Pensé en sacar la lengua, ya no por llamar su atención, sino porque mis propios labios cada vez me daban más asco y vomitar nunca me gustó, odiaba el sabor del vómito (sobretodo el de los demás). De modo que pegué la lengua al interior de los labios, lentamente para que no se percibiera el movimiento por fuera de esa cavidad que sabía agria, rancia (hubiera pedido que me quitaran la boca de no ser porque acostumbraba a no hablar, excepto cuando los estudiantes perecían exasperados por no comprenderme, y no notar ningún cambio en mi comportamiento); deslicé ese músculo húmedo y nauseabundo de mi boca de un lado a otro, notando como el sabor se extendía… Una vez logré humedecerme los labios, volví a centrar mis pensamientos en él. En él y en la sorpresa.

Continuaba repasando su alrededor, contando los centímetros de suelo que había entre las patas de su silla y las ruedas de la mía. Recordé cuánto me gustaba mirarlo cuando él miraba al suelo, los párpados parecían cerrársele, y las mandíbulas se le hacían más anchas. Me excitó muchísimo recordar aquello, y por si esto fuera poco, transitó hacia mi cara su mirada… y me tocó la mano. Con las yemas de los dedos fue de la muñeca a los nudillos, pasando por los inacabables siete centímetros de piel y bello que forman el camino. Desde que me trasladé de la casa que compartíamos los fines de semana (unos la suya, otros la mía) casi no me tocaba, y de un cero a otro parecía olvidar cómo era el tacto de su piel. Sé que él también tenía ganas de jugar a los animales conmigo, sin embargo, nunca se atrevería a intentar follarme mientras mi estado fuese de “total ausencia de voluntad”. Ese era uno de los daños que conllevaba, pero después de tanto tiempo no podía permitirme un desliz como acelerar mi respiración. Me miraba como si nunca hubiese visto a una mujer, y lo que más placer me producía: como si fuese la primera vez que me veía. Pero estaba triste. Cuando dejó de mirarme las tetas volvió a mi cara, buscando repuestas a preguntas que apenas comprendía, que apenas eran preguntas… Su cara lo decía: (¿?). Nada.

Dejó de tocarme. Volvió a decir cosas: “Creo que esta vez tardaré un poco más en volver. Esperaré ansioso la llamada de los médicos… no sé qué decirte. Si al menos pudiera saber si te parece bien, si me odias o no; o si me sigues queriendo. ¡Es que ni siquiera sé si eres capaz de querer! ¿Sientes algo? ¿Si te pego reaccionarás?” Previsible. Había llegado el momento de la descarga. La evolución de sus visitas siempre era la misma: una introducción cotidiana, aislamiento, muestra de afecto, aislamiento, impotencia, aislamiento, resignación, recomposición, beso en la mejilla, vulgar despedida. Había veces que me sorprendía con un pequeño cambio en la sucesión de sus estados a modo de caja de bombones o ramo de flores, pero esta vez fue igual. Sin embargo, introdujo una variable: iba a tardar más en volver. Eso me aterrorizó aun más, la indiferencia parecía ya inminente.

No esperé un segundo más: moví el cuello lentamente, en dirección a él, y lo miré. Por fin lo volvía a mirar, y él me estaba mirando, atónito, incrédulo… soñando. Me humedecí los labios, haciendo salir ese vomitivo sabor de mi boca hacia afuera, hasta que me llegó el olor y pensé que él podría olerlo también, pero qué le iba a importar, y lo que era más importante, ¡qué me importaba a mí! “No te llamarán. No esperes que lo hagan, porque no pienso hacer nada que les haga creer que estoy mejorando. Lo estoy haciendo ahora, esto les va a tener ocupados durante un tiempo, y en ese tiempo no mostraré cambio alguno. De modo que me gustaría que no tardases más de lo “normal” en volver a verme, y espero que la próxima vez me traigas un regalo; condones estaría bien, ya sabes que no me gusta el chocolate, y las flores me dan asco, tanto asco como el puto color blanco de sus batas. Así que nada de mariconadas si no te importa. Ya era hora de un pequeño cambio, ¿no crees?”.

No recuerdo nada de los minutos (u horas) siguientes a la visión de la mano que había tocado la mía, cerrada en un puño, y aproximándose con una rapidez invisible a mi cara. Desperté sola, me rodearon al instante un buen número de batas blancas rellenas de números, estadísticas… y un poquito de carne. “¡Ya ha despertado! ¡Venid!”.

Me lo merecía, me merecía la paliza que me dio, y muchas más. Por eso me alegro. Y porque se dejó llevar, por primera vez en su vida soltó las riendas de sus instintos, y los descargó contra mí. Fue todo un honor ser yo la persona que lo provocara y lo experimentara, la única a quien enseñó su monstruo. Sin embargo, preferiría que los celadores (como se llaman en su mundo) hubiesen aparecido un poco antes; ahora podría seguir fingiendo que no estoy capacitada para andar. Pero era domingo, y los domingos la residencia se vacía de batas blancas, a pesar de que aparecen más colores, los de la ropa de los visitantes. Tenía razón, aquella vez tardaría un poco más en volver. Tenía razón aunque estuviera loco.

viernes, 16 de febrero de 2007

Inercia

-Cuéntame la lluvia.
-¿Qué dices?
-Nada.
-¿Qué te cuente la lluvia?, ¿y eso cómo se hace?
-No quiero que me cuentes la lluvia.
-¿Qué te cuente
cómo es la lluvia acaso?
-No.
-¿Qué quieres?
-Nada.
-No te creo. Siempre quieres algo.
-¿Y para qué voy a quererlo?
-Tú sabrás, es tu vida.
-…
-¿Por qué te quedas callada?
-…
-¡Di algo!
-¿Para qué?
-Para que no parezca que hablo sólo, ¡joder!
-Siempre hablas solo.
-¿Y tú qué?
-Eso mismo me pregunto
yo.
-Ya estás con tus tonterías otra vez…
-…
-…
-…
-Cielo, venga, no te pongas así.
-…
-Es que no te entiendo.
-Ya lo sé.
-Lo entiendes, ¿verdad?
-Sí.
-¡Esa es mi chica!
-…
-Así me gusta, que sonrías.
-Lo sé.
-Sabes que te quiero.
-Sí.
-¿Ves?, ya está arreglado.
-Claro…
-Vámonos de esta cafetería.
-¿Por qué?
-Me apetece.
-Y ¿a dónde?
-No sé, ¿dónde quieres ir?
-Aquí.
-¿Aquí?
-Sí.
-¿Con el sol que hace fuera?
-Incluso.
-No te entiendo.
-Eso ya lo has dicho…
-Pero no puede ser que no quieras salir.
-¿Por qué no?
-Pues porque no, no sé…
-Vete tú.
-No; quiero que vengas conmigo.
-¿Para qué?
-¿Cómo que
para qué?
-Sí, eso mismo.
-Pues para no irme solo…




No hay un para qué; el amor no entiende de utilidad. Hay un por qué, razones, pero no las conocemos, y si las conocemos no somos capaces de explicarlas; el lenguaje no alcanza ni a su superficie. No intentes entenderlo, aunque espero que puedas hacerlo algún día, sé que no lo lograrás. Me voy. Tampoco comprenderás el por qué de que me vaya, porque para ello primero deberías haber escuchado alguna de las cosas que te he dicho en estos años. Me voy para invitarte a que termines de sucumbir a ti mismo, a tu indiferencia, a tu no-vida. Quiero que te olvides de mí y de todas las complicaciones que yo te daba, que seas tú mismo, como siempre, pero a partir de ahora sin tener que plantearte nada más de lo que hay ya dado en ti, todo eso de lo que no conoces ni su origen, acerca de lo que ni siquiera sabes que hay un origen, causas y consecuencias… Hazlo, serás feliz, y en algunos momentos te envidiaré. Me voy sola. Ya he sabido durante mucho tiempo qué es vivir pegada a alguien, o con alguien pegado a mí. La soledad es algo que ansío tanto como una buena compañía; y lo segundo es imposible. La compenetración completa no existe, y estoy cansada de conformarme con trozos, aunque a veces piense que los trozos son la esencia, también sé que las esencias no existen.

No te diré que no me busques porque sé que no me vas a encontrar, de lo contrario no haría esto. Me parece increíble que después de tanto tiempo no tenga nada que decirte, nada que me vaya a escocer si no te digo… me acostumbré a ello en tus moldes, y afortunadamente he encontrado un punto de inflexión para salir de ellos. Cuéntame la lluvia, soñé a esas tres palabras… pero tú no sabías soñar con cuentos.

sábado, 10 de febrero de 2007

El tren había llegado hacía quince minutos, y aun tenía tiempo de fumarme un cigarro antes de irme. Dejé la maleta junto a mi asiento y bajé al andén. Saqué uno de los cigarrillos y lo coloqué entre mis labios, lo encendí y aspiré intensamente de él. Exhalé todo el humo con un suspiro, recordando el día anterior, el último día de mi antigua vida; y el “hoy”, tan sólo un tránsito hacia una nueva, o la misma, pero en un lugar distinto, con distintas caras y olores distintos. El fuerte sonido del pitido que avisaba de la inminente salida me sacó de mis recuerdos y mi exaltación aumentó: me iba por fin.

Es inquietante el no saber quién y cómo será la persona que estará a tu lado durante las horas de trayecto, esas horas en las que tienes la impresión de que el tiempo se detiene, o tu vida al menos, y hagas lo que hagas, parece que todo se reduce a una espera. Esta vez no había pensado en ello, subí al vagón y mientras me acercaba a mi asiento la ví. Tenía una larga melena cobriza que reflejaba los rayos del sol madrugador y una tez blanca, que parecía no haber sido nunca andada. Una vez a su lado, me saludó y sonrió, yo hice lo mismo y me senté pensando en las cinco horas que teníamos por delante.

Siete horas después nos abrazábamos desnudos sobre su pequeña cama. Recordé lo primero que me dijo mientras inspiraba de su cuello, e intentaba absorber todo su olor para guardarlo en algún rincón de mi cuerpo, y así poder disfrutarlo un poco cada día:

-Hueles bien, me gusta.
-Gracias, también me gusta mucho tu olor…
-Es vainilla.
-Lo sé.

Sonrió y cambió mis ojos por el paisaje que le ofrecía el otro lado de la ventana, yo cambié los suyos por su cuerpo, por las formas que intuía bajo los pliegues de esa tela. Entonces giró su cara de nuevo hacia mí:

-Veo tu cara en el reflejo del cristal.
-¿Y te gusta?
-Sí.- dijo tras una carcajada. -Y no importa, yo también te he estado mirando…

Supe que terminaríamos desnudos, y lo que es más importante, no por separado. Ella volvió a su ciudad, yo me fui de la mía, estábamos en la misma. Cuando ya llevaba una semana instalado en mi nueva casa, volví a verla. No conocíamos nada el uno del otro, salvo nuestros olores, el sonido de nuestra voz, el tacto de nuestra piel, y algo intuido acerca de las risas. Yo no reía mucho, ella tampoco. Pero aun así nos gustaba mirarnos en secreto; sé que ella también lo hacía, porque notaba las caricias de sus ojos, y me agradaba. Después de nuestro cuarto encuentro noté la necesidad de saber cosas de ella, más allá de lo que podía aprender encima de su cama. Entonces, deseé no volver a verla. Y con la misma intensidad, no dejar de hacerlo.

Volví a su cama por última vez, pensé en echarla de mi vida, o en adentrarme más en la suya… pensé en hablar con ella, pero no era algo que soliéramos hacer. Aquella noche no dormí bien, a pesar del alivio que dio a mi indecisión, simplemente volví a vestirme y la dejé en la cama, ya no tendría más dudas, la necrofilia nunca fue conmigo.

miércoles, 7 de febrero de 2007

¿Cuánto hace...? (Repeat)

Lo coges con una mano, lo miras, luz, lees en él. Piensas. Miras el techo, lo vuelves a mirar, acercas tu otra mano; lo sujetas mejor. Tus dedos juguetean con él, las palmas de las manos sudan, frías, respiras hondo, soplas todo el aire fuera de tí, fuerte, miras de nuevo esas letras, cierras los ojos, recuerdas... sonríes. Abres los ojos, sigue ahí, te sudan de nuevo las manos, algo en el estómago no funciona como antes, nervios, espera, indecisión, tocas tu cabeza, la otra mano lo encierra, lo presiona, sigues mirándolo, respiras más fuerte, suspiro... techo. Pies en el suelo, ahora; vuelves, se secan las manos y aprietas el verde. Pitido, años en un segundo, pitido, años en un segundo, pitid... -¿Dígame?


Una hora después, fumas relajado, tumbado en la cama, boca arriba, sonriendo... la oreja te arde. Piensas...

domingo, 4 de febrero de 2007

Para rellenar una soledad...

La cogió de la mano, lentamente a pesar de la confianza, la notó suave, templada, temblando... la luz también temblaba en sus caras, rasgando sus rasgos, deformándolos con sombras y luces anaranjadas. Sombras y luces de un pasado que las llamas estaban borrando, calcinando el esqueleto de un cuerpo muerto. El cielo parecía más alto que nunca, y las estrellas más pequeñas en aquella oscuridad más oscura. El mundo se había hecho más grande, o ellos más pequeños... pero estaban cogidos de la mano, aunque en realidad no se tocaran.
-Adiós.
-Sí, ya lo sé.
-Pues vete.
-Vete a la mierda.
-¿Para qué? Ya estamos en un sitio parecido...
-Serás gilipollas... qué coño sabrás!
-Sé que esto está muy lejos de un sitio que pueda darnos alegría.
-¿Un sitio?
-Nosotros, tú y yo...
-Entonces...
-¿Qué?
-Que dejes de decir sandeces, sobretodo ahora.
-Bueno, ya me he cansado.
-Y yo. Adiós.
Él no respondió; era el turno de ella. Los dos dijeron adiós y se quedaron uno junto al otro, cogidos de la mano. Vieron el cielo alejarse y oscurecer, y con él sus estrellas. Intentaron volar agarrados a alguna de ellas, pero se tenían de las manos, y no supieron que soltarse no era tan difícil como creían. Lo intentaban, pero eran incapaces, sus músculos no respondían a los estímulos de sus cerebros, o quizá sí.
¿Qué ocurre cuando no sabemos cuáles son nuestros deseos? ¿Deseamos, en realidad, si no sabemos qué? ¿Por qué continuamos agarrados de la mano? La costumbre nos hace, y nos deshace.