sábado, 10 de febrero de 2007

El tren había llegado hacía quince minutos, y aun tenía tiempo de fumarme un cigarro antes de irme. Dejé la maleta junto a mi asiento y bajé al andén. Saqué uno de los cigarrillos y lo coloqué entre mis labios, lo encendí y aspiré intensamente de él. Exhalé todo el humo con un suspiro, recordando el día anterior, el último día de mi antigua vida; y el “hoy”, tan sólo un tránsito hacia una nueva, o la misma, pero en un lugar distinto, con distintas caras y olores distintos. El fuerte sonido del pitido que avisaba de la inminente salida me sacó de mis recuerdos y mi exaltación aumentó: me iba por fin.

Es inquietante el no saber quién y cómo será la persona que estará a tu lado durante las horas de trayecto, esas horas en las que tienes la impresión de que el tiempo se detiene, o tu vida al menos, y hagas lo que hagas, parece que todo se reduce a una espera. Esta vez no había pensado en ello, subí al vagón y mientras me acercaba a mi asiento la ví. Tenía una larga melena cobriza que reflejaba los rayos del sol madrugador y una tez blanca, que parecía no haber sido nunca andada. Una vez a su lado, me saludó y sonrió, yo hice lo mismo y me senté pensando en las cinco horas que teníamos por delante.

Siete horas después nos abrazábamos desnudos sobre su pequeña cama. Recordé lo primero que me dijo mientras inspiraba de su cuello, e intentaba absorber todo su olor para guardarlo en algún rincón de mi cuerpo, y así poder disfrutarlo un poco cada día:

-Hueles bien, me gusta.
-Gracias, también me gusta mucho tu olor…
-Es vainilla.
-Lo sé.

Sonrió y cambió mis ojos por el paisaje que le ofrecía el otro lado de la ventana, yo cambié los suyos por su cuerpo, por las formas que intuía bajo los pliegues de esa tela. Entonces giró su cara de nuevo hacia mí:

-Veo tu cara en el reflejo del cristal.
-¿Y te gusta?
-Sí.- dijo tras una carcajada. -Y no importa, yo también te he estado mirando…

Supe que terminaríamos desnudos, y lo que es más importante, no por separado. Ella volvió a su ciudad, yo me fui de la mía, estábamos en la misma. Cuando ya llevaba una semana instalado en mi nueva casa, volví a verla. No conocíamos nada el uno del otro, salvo nuestros olores, el sonido de nuestra voz, el tacto de nuestra piel, y algo intuido acerca de las risas. Yo no reía mucho, ella tampoco. Pero aun así nos gustaba mirarnos en secreto; sé que ella también lo hacía, porque notaba las caricias de sus ojos, y me agradaba. Después de nuestro cuarto encuentro noté la necesidad de saber cosas de ella, más allá de lo que podía aprender encima de su cama. Entonces, deseé no volver a verla. Y con la misma intensidad, no dejar de hacerlo.

Volví a su cama por última vez, pensé en echarla de mi vida, o en adentrarme más en la suya… pensé en hablar con ella, pero no era algo que soliéramos hacer. Aquella noche no dormí bien, a pesar del alivio que dio a mi indecisión, simplemente volví a vestirme y la dejé en la cama, ya no tendría más dudas, la necrofilia nunca fue conmigo.

3 comentarios:

Quique dijo...

se mezcla el olor a vainilla en la almohada con los primeros hedores de su boca quebrada. Lo huelo.

Esther dijo...

Tú lo sabes mejor que yo, esta historia es tuya ;)

Quique dijo...

no, es tuya. La mía no tenía el pelo cobrizo. :)