miércoles, 31 de octubre de 2007

Green Park

A la sombra de un ciprés, a las nueve de la noche de un jueves cualquiera, se hallaba Leopoldo en busca de la tumba de su querido perro Dartanhan el Travieso. No había sacado la primera pala de tierra cuando una ráfaga de viento hizo volar su sombrero.

Al mismo tiempo, en una de las esquinas de Trafalgar Square, a la señorita Smith se le escapaba un eructo de emoción por ver a su amado. Éste, calzando sus nuevos zapatos rojos, apareció junto a una bella dama que sostenía entre sus brazos un pequeño caniche al que le gustaba llamar Mauricio, como el hijo menor del cuidador del establo de su casa de campo y antiguo compañero de juegos, al que había visto morir ahogado en el río Támesis.

Leopoldo corrió detrás de su sombrero sosteniendo con una mano el escaso pelo que crecía de uno de los lados de su cabeza. Anduvo varios metros hasta que se detuvo ante la vista de una manada de elefantes blancos, los cuales pasaron, uno por uno, por encima de su sombrero. Entonces pensó Leopoldo: “¿Quién trajo elefantes blancos a Nueva Inglaterra?”

Mientras tanto, la señorita Smith consideraba que el corte de pelo del caniche no era el apropiado para la situación. Su amado interrumpió estos profundos pensamientos con un leve gesto de cortesía con la cabeza. Pero el destino, y las leyes de la física recién formulada por Sir Newton, jugaron en su contra desencadenando el trágico incidente de que su mano fuera a parar al joven y firme pecho de la señorita Smith. Agitado por el alboroto, Mauricio, además de rencoroso por su inapropiado corte de pelo, saltó de los brazos de la bella dama, y atacó las faldas del vestido de ésta hasta que quedaron reducidas a jirones. Por todos es sabido que los deseos de un caniche trascienden en importancia cualquier apetencia de los transeúntes de las calles de Londres, los cuales atusaban sus pelucas y ajustaban sus monóculos para contemplar el espectáculo.


María y abajo firmante, pretendida intoxicación amanítea.