lunes, 19 de febrero de 2007

Patas y ruedas

Vino a verme. Vino a verme y se quedó sentado junto a mí, colocó una silla de mimbre pintada (o despintada) de blanco junto a la mía, y mientras me miraba fue doblando su cuerpo poco a poco hasta formar dos ángulos rectos paralelos a los del mimbre. No lo miré, pero intuí sus ojos; nunca lo miraba, nunca miraba a nadie, ni a nada… o eso daba a entender.

El mejor escudo es no mirar, no ver. O ver y mirar pero no hacérselo saber a nadie. Les es más fácil olvidarte, menos costoso reparar en ti… aumenta la libertad y disminuye el riesgo de dolor, pero no te pierdes nada porque juegas con ventaja, y ellos no lo saben.

Tardó varios minutos en hablarme, se dedicó en ellos a mirar a su alrededor, a sentirse a cada mínimo fragmento de tiempo más y más incómodo, su asco a aumentar, su vergüenza a avergonzarle, y su sentimiento de inferioridad a superarse. Hacía muchos años que no lo miraba, pero lo conocía demasiado. Una vez más, mentalmente, comencé la cuenta atrás que acababa en un cero mental y en un “¿Cómo estás?” verbal; mío el primero, suyo el segundo. Desde hacía siete ceros “cariño” había dejado de acompañar a su pregunta, y cada cero equivalía a dos semanas. Sí, casi tres meses hacía que nadie me llamaba cariño, no me importaba en realidad que no me llamase así, porque pueden llamarte zorra y hacerte sentir más querida que con un “cariño” del que, yo en este caso, conocía su vacío, hipocresía e inercia. Lo que me apenaba era no escuchar esa palabra, siempre me gustó, como “azufre”, y puesto que también había dejado de hablar, no podía escucharla a no ser que alguien la dijera. Contesté a su pregunta mirando al vacío y sin despegar mis labios uno del otro, aunque empezaba a notarlos secos y pegados. Me dio por pensar que quizá cuando volviera a intentar abrir la boca, me dolerían los labios y no podría… Quizá podría fingir que se me había quedado la boca entumecida, o al menos (ya que a base de fuerza podían abrírmela), resistirme a abrirla; sería interesante observar sus reacciones, un nuevo dato que añadir al expediente… un nuevo enfoque para sus investigaciones.

Tras unos segundos observándome (por así decirlo), volvió a emitir sonidos: “Bueno… hemos estado charlando antes de salir a verte; me han informado… dicen que sigues igual, pero que las mejoras están cerca, o eso parece. No sé si me escuchas, me pregunto si siquiera estarás pensando en algo… si sabes que estoy aquí, a tu lado…”. Cerró la boca; era mi turno. Cuántas palabras juntas, consecutivas, cayendo una detrás de otra como las migas de pan. Cuánta ineficacia, migas que se harían duras como las piedras de un camino que nadie volvería a andar, que no servirían para encontrarse en lugar alguno, para perderse después.

Silencios. Volvió a mirar a su alrededor, con una resignación tan desgastada que comenzaba a estar a cada cero más cerca de la indiferencia. Lo cierto es que aquello me asustaba. Puede que fuera cruel preferir su tristeza a su indiferencia, pero lo cierto es que no me importaba lo más mínimo mi grado de crueldad. Me asusté. Conecté los ceros que habían pasado desde que no escuchaba la palabra “cariño” a ese aumento de indiferencia. Me asusté bastante, y el miedo era una de las cosas que más miedo me daban. Así que se me ocurrió la idea de darles una sorpresa, a él y a los estudiantes.

Él abandonó su mirada en alguna de las briznas del césped. Yo quise mirarlo. Ya no recordaba la última vez que lo hice, que lo hicimos. Y lo cierto es que no terminaba de acostumbrarme a echar de menos sus ojos. Pero no lo miré, esa sorpresa no sería tan espectacular como lo que tenía en fabricación dentro de ese hueco por el que se asoman los ojos, las orejas, la nariz, la boca… y demás cosas sobresalientes. Pensé en sacar la lengua, ya no por llamar su atención, sino porque mis propios labios cada vez me daban más asco y vomitar nunca me gustó, odiaba el sabor del vómito (sobretodo el de los demás). De modo que pegué la lengua al interior de los labios, lentamente para que no se percibiera el movimiento por fuera de esa cavidad que sabía agria, rancia (hubiera pedido que me quitaran la boca de no ser porque acostumbraba a no hablar, excepto cuando los estudiantes perecían exasperados por no comprenderme, y no notar ningún cambio en mi comportamiento); deslicé ese músculo húmedo y nauseabundo de mi boca de un lado a otro, notando como el sabor se extendía… Una vez logré humedecerme los labios, volví a centrar mis pensamientos en él. En él y en la sorpresa.

Continuaba repasando su alrededor, contando los centímetros de suelo que había entre las patas de su silla y las ruedas de la mía. Recordé cuánto me gustaba mirarlo cuando él miraba al suelo, los párpados parecían cerrársele, y las mandíbulas se le hacían más anchas. Me excitó muchísimo recordar aquello, y por si esto fuera poco, transitó hacia mi cara su mirada… y me tocó la mano. Con las yemas de los dedos fue de la muñeca a los nudillos, pasando por los inacabables siete centímetros de piel y bello que forman el camino. Desde que me trasladé de la casa que compartíamos los fines de semana (unos la suya, otros la mía) casi no me tocaba, y de un cero a otro parecía olvidar cómo era el tacto de su piel. Sé que él también tenía ganas de jugar a los animales conmigo, sin embargo, nunca se atrevería a intentar follarme mientras mi estado fuese de “total ausencia de voluntad”. Ese era uno de los daños que conllevaba, pero después de tanto tiempo no podía permitirme un desliz como acelerar mi respiración. Me miraba como si nunca hubiese visto a una mujer, y lo que más placer me producía: como si fuese la primera vez que me veía. Pero estaba triste. Cuando dejó de mirarme las tetas volvió a mi cara, buscando repuestas a preguntas que apenas comprendía, que apenas eran preguntas… Su cara lo decía: (¿?). Nada.

Dejó de tocarme. Volvió a decir cosas: “Creo que esta vez tardaré un poco más en volver. Esperaré ansioso la llamada de los médicos… no sé qué decirte. Si al menos pudiera saber si te parece bien, si me odias o no; o si me sigues queriendo. ¡Es que ni siquiera sé si eres capaz de querer! ¿Sientes algo? ¿Si te pego reaccionarás?” Previsible. Había llegado el momento de la descarga. La evolución de sus visitas siempre era la misma: una introducción cotidiana, aislamiento, muestra de afecto, aislamiento, impotencia, aislamiento, resignación, recomposición, beso en la mejilla, vulgar despedida. Había veces que me sorprendía con un pequeño cambio en la sucesión de sus estados a modo de caja de bombones o ramo de flores, pero esta vez fue igual. Sin embargo, introdujo una variable: iba a tardar más en volver. Eso me aterrorizó aun más, la indiferencia parecía ya inminente.

No esperé un segundo más: moví el cuello lentamente, en dirección a él, y lo miré. Por fin lo volvía a mirar, y él me estaba mirando, atónito, incrédulo… soñando. Me humedecí los labios, haciendo salir ese vomitivo sabor de mi boca hacia afuera, hasta que me llegó el olor y pensé que él podría olerlo también, pero qué le iba a importar, y lo que era más importante, ¡qué me importaba a mí! “No te llamarán. No esperes que lo hagan, porque no pienso hacer nada que les haga creer que estoy mejorando. Lo estoy haciendo ahora, esto les va a tener ocupados durante un tiempo, y en ese tiempo no mostraré cambio alguno. De modo que me gustaría que no tardases más de lo “normal” en volver a verme, y espero que la próxima vez me traigas un regalo; condones estaría bien, ya sabes que no me gusta el chocolate, y las flores me dan asco, tanto asco como el puto color blanco de sus batas. Así que nada de mariconadas si no te importa. Ya era hora de un pequeño cambio, ¿no crees?”.

No recuerdo nada de los minutos (u horas) siguientes a la visión de la mano que había tocado la mía, cerrada en un puño, y aproximándose con una rapidez invisible a mi cara. Desperté sola, me rodearon al instante un buen número de batas blancas rellenas de números, estadísticas… y un poquito de carne. “¡Ya ha despertado! ¡Venid!”.

Me lo merecía, me merecía la paliza que me dio, y muchas más. Por eso me alegro. Y porque se dejó llevar, por primera vez en su vida soltó las riendas de sus instintos, y los descargó contra mí. Fue todo un honor ser yo la persona que lo provocara y lo experimentara, la única a quien enseñó su monstruo. Sin embargo, preferiría que los celadores (como se llaman en su mundo) hubiesen aparecido un poco antes; ahora podría seguir fingiendo que no estoy capacitada para andar. Pero era domingo, y los domingos la residencia se vacía de batas blancas, a pesar de que aparecen más colores, los de la ropa de los visitantes. Tenía razón, aquella vez tardaría un poco más en volver. Tenía razón aunque estuviera loco.

1 comentario:

María dijo...

La locura de la introspección, ¿por qué? Nos ha enseñado el siglo pasado que lo que importa es uno mismo, el individualismo in extremis, y lo llevamos a la práctica más que nunca en este. Son inteligentes los "autosuficientes", los "independientes", hasta se creen libres, como la pobre ciega (porque no hay más ciego que el que no quiere ver), sorda y muda (idem) que nos presentas. A mí también me daba asco el sabor de su lengua y el olor de su aliento, me repugna por cobarde, pero me encanta cómo escribes :)
Un beso