miércoles, 27 de abril de 2016

Eurídice

Hay que mirar a la obra en el día, nunca en la noche, eso nos enseña el Mito de Orfeo. 
Si a la obra se la trata de mirar en toda su profundidad, en ese espacio último donde la creación sucede, ésta, la obra, desaparece. 
Hay que crear con fe, mirando hacia adelante sin preocuparnos de si Eurídice nos sigue. Ella nos sigue, 
sigamos creando. 

viernes, 22 de abril de 2016

Tras la Sombra

Me renuevo sin parar. Mientras me consumo, voy dando calor a cada brizna de hierba, a cada animal, a cada ser vivo sin excepción: acepto que a eso se le llame Amor. Desaparezco y vuelvo cíclicamente. Asimismo, para entrar en mi esplendor, espero de los seres humanos que puedan enterrar su pasado y empezar una nueva vida. Los ayudaré a ello. Allá donde yo brille, disuelvo la duda, entro en los rincones más oscuros del alma y los inundo de mi luz. Impulsados por mi aliento, atravesaréis el río de las pulsiones dementes y, purificados, llegaréis al lugar donde todo crece sin esfuerzo.

Brillo con el corazón de la materia, soy su esplendor secreto, no es nada sin mi. Pero, cuando se me resiste, cuando no me percibe como su fuerza vital, es un cadáver. No dejo de impregnarla con mis gotas de inmortalidad. Para vosotros, hijos míos, engendro sin fin la alegría y la euforia vital. No seáis impermeables a mi luz eterna. Ved cuán bajo es el muro que os separa de mi. Lo he concebido para que todos podáis saltarlo, es un juego de niños. Bajo mis rayos conoceréis el afecto vital, desnudo, sincero. Soy la solución a todas las dificultades.

Soy el ojo puro y, al mismo tiempo, la resonancia del primer grito. Lo que llamáis oscuridad sólo es el olvido de mi luz, de mi amor siempre presente. Anuncio sin parar el final de la noche. Todo lo que no es claro no soy yo. Soy la renovación continua y regeneradora, la que espera toda la vida. Se me llama Sol, pero no tengo nombre, soy el esplendor radiante de la existencia.

Pero, ¿qué soy si nadie me refleja? ¿Cómo puedo ser iluminado si nadie me pone límites? ¿Qué es mi inmortalidad sin el camino de la muerte? ¿Qué es mi eterno presente sin la trampa del tiempo que pasa? ¿Qué son mis semillas de oro sin surcos de tierra en los que hundirse? ¿Qué es mi alimento si nadie lo devora? En verdad, mi amor es en gran parte mi necesidad del otro...


Por eso me reproduzco sin cesar. Multiplico mi energía en infinitos espejos, me vuelvo amante de mis propios hijos. En su alma me busco a mi mismo. Todas las madres del mundo, a las que he fecundado, no hacen sino engendrarme. El niño Sol tiene todos los derechos, cedo esos derechos a la humanidad consciente.  

viernes, 23 de abril de 2010

Teletransporte

Moraban las aceras penachos de vida, retales de telas y ojos extraviados de sí. Y del resto. Flotando con la primavera en sustrato de realidad hacia arriba, hacia ninguna parte. Hacia esa atmósfera que no es ningún lugar y son todos los lugares. Nowhere or Neverland, lejos. Y aquí, aquí mismo si se escucha. Cualquier lugar. El espacio también es relativo.

¿Hacia dónde vuelas habitante eterno de la acera?

martes, 19 de agosto de 2008

El Instinto



Siempre había preferido de los autobuses los asientos traseros para viajar. Era una verdadera suerte que me fuera asignado alguno de los últimos, teniendo en cuenta que la posibilidad es de una entre… ¿Setenta? ¿Ochenta? No sé, la verdad, cuantas plazas suelen tener los autobuses, a pesar de que haya cogido muchos a día de hoy. El asunto, decía, es que es toda una suerte que te toquen esos asientos, los de atrás. Lo que proporcionan es algo más de intimidad dentro de toda la que te quitan esos sitios; de no tener que preocuparte por si tras de ti viaja un niño repelente, de esos que no callan ni aunque les metas un cañón en la boca, de los que patalean el asiento delantero y sus padres, infelices de ellos, están tan cansados que no quieren ni mirarlos… De esos. Lo primordial es que aquel día la vida me sonreía y yo le sonreía a ella, porque todo indicaba que iba a ser un buen viaje. Coloqué los auriculares en mis oídos y cuando por fin arrancó el vehículo noté esa sensación inconfundible del comienzo de un viaje, mezcla de expectación y satisfacción, con esa sonrisa leve y tonta que no desaparece hasta pasados unos quince minutos, o más, dependiendo del destino. Adoro los trayectos, todo se para y lo único que hago es mirar por la ventana y abs-traerme; me dejo llevar, literalmente.

He dicho antes que fue una suerte que me tocara uno de los últimos asientos, y no lo he dicho en balde. No sólo porque como, ya, también he dicho, permitan cierto grado de intimidad, sino porque aquel día, más que apetecible, terminaría siendo algo necesario, tan necesario como el escaso número de viajeros que acompañaban.

De hecho, no habían transcurrido ni dos horas de viaje cuando comencé a notar cierto hormigueo en mi vientre. En principio lo identifiqué como esos nervios que suelen concentrarse en la boca del estómago por tomar mucho café, o al estar ante situaciones que nos alteran. No le di más importancia que esa, y como la mayoría de las veces, lo ignoré sin dificultad. Pero, unos minutos después, no pude evitar sobresaltarme en mi asiento al notar cierta punzada bajo mi piel. Miré a mi alrededor, donde por fortuna no había más que sillones vacíos, y respiré todo lo tranquilizada que la situación me permitía.

Instintivamente, acto seguido, miré hacia mi abdomen y palpé sobre la camiseta, horrorizada, algo que nunca había estado allí y que como si tuviese vida se movía ajeno a mi voluntad. El miedo me dejó paralizada durante no recuerdo cuánto tiempo, pero finalmente no tuve más opción que retirar la tela y verlo: ahí estaba ese movimiento bajo mi piel, tensándola y enfilándola desde dentro, mientras yo intentaba controlarlo con ambas manos, y con toda la fuerza de mis brazos. Me olvidé de pensar y sólo deseaba deshacerme de aquello, de mí misma con eso que aun no sabía qué era, dentro… despertar de la pesadilla. Ahora lo incómodo del hormigueo pasaba a ser el dolor físico más terrible que he experimentado; esa cosa parecía crecer por momentos mientras yo continuaba intentando paralizarlo, mientras veía como mi piel comenzaba a desgarrarse bajo mis manos. Surcos de sangre empezaron a manar despacio entre mis dedos, resbalando hasta mis piernas, y yo ya sólo podía llorar y agarrar a ese pedazo de carne que hacía esfuerzos por salir de mí. Entonces algo punzante me atravesó la mano, y vi como sobresalía varios centímetros por encima de ella; aquella bestia me estaba descuartizando, y lo único que podía hacer ahora era resignarme y dejarlo salir. Tras las garras, fueron los colmillos, y sentí que me estaba desquebrajando definitivamente mientras yo sólo podía mirar, ya casi inconsciente, a aquel monstruo que salía de mí.

Con un movimiento rápido, una vez fuera, se giró y se posó encima de mí, rodeándome con sus patas, atándome a mi asiento. Yo estaba exhausta, casi no podía respirar, y lejos de notar dolor, apreciaba una paz que en aquel momento me pareció más cercana a la muerte que a la vida, aunque nunca hubiese experimentado la primera. A pesar de que me costaba mantener los ojos abiertos, veía borrosamente a aquella bestia observándome de cerca, auscultándome, echando su aliento caliente en mi cara y removiendo el fuerte hedor a sangre… Cuando logré reaccionar, miré hacia mi abdomen, que ahora era una enorme perforación por donde asomaban mis tripas hechas jirones. Entonces le miré a los ojos, con odio y ansias de matarlo, con una furia que no reconocía propia. Pero lo increíble, lo realmente increíble de todo sobrevino al verle. Y es que él me miraba igual. No era más que desafiante rencor lo que había en esa bestia, y parecía satisfecho al tenerme delante: continuaba analizando mi rostro, mientras sus fauces parecían dibujar un arco, una sonrisa.

Permanecimos unos minutos mirándonos, atónitos. “Aquí me tienes por fin. ¿Qué vas a hacer ahora?”, dijo finalmente, con la tranquilidad y la fiereza de quien a pesar de sentirse orgulloso continúa esperando algo. “En primer lugar, curarme la herida”.


jueves, 15 de noviembre de 2007

Monólogo inestable u Oda al hastío

Tengo en una mano, la izquierda, unas monedas de poco valor. Las miro. Me sorprendo de cómo nos cautiva el dinero, nos agarra por los pies. En mi mano izquierda está todo el dinero que tengo. Quizá pudiera comprar unas barras de pan. Pero recuerdo que necesito coger un tren en unos días, o mañana; sí, creo que mañana. Me duele la cabeza, no respiro bien, los músculos de la espalda, los brazos, las piernas… no dejan de dolerme los cabrones, y creo que de un momento a otro vomitaré las vísceras. No está mal, entonces podré emplear las monedas para otro fin, a no ser que también expulse los pulmones… cosa que no dudo si sigo tosiendo así. Esto me hace pensar: ¿es posible que pueda sacarme los pulmones por la boca? O aunque no sea yo quien los saque, ¿que salgan solos? Nunca me gustó la medicina. Está vacía, o tal vez llena; no importa, o sí; sí importa. De acuerdo: no está vacía. Vacío es lo que me provoca. Pero tampoco está llena; aun quedan dudas, hipótesis no demostradas (ni formuladas), cosas que aun no se han conocido, y cosas que no se van a conocer. Que se jodan los que conceden a esta raza algo parecido a la omnipotencia, que se jodan los que “son de la opinión” de que si soy incapaz de conocer (ver, tocar, oler, oír, degustar) “X”, automáticamente “X” no existe. Las paradojas me persiguen. Y entonces vuelvo a mirar las monedas, que ahora están sobre la cama. Son patéticas. Que se jodan ellas también. Jodámonos todos. Que te jodan a ti, y a mí, y a tu vecina a la que te gustaría joder, en la que piensas cuando te pajeas. En esto no hay excepciones querido lector (o escritor. Escritora, perdón): todos estamos jodidos… ¿Dé dónde crees sino que hemos salido? Pero al fin y al cabo no está tan mal. Porque una mañana sin saber por qué extraña conjugación planetaria (o intestinal) te levantas y el café te sale bueno, y sonríes; y la panadera te guiña un ojo (con o sin lujuria), y sonríes; y te apetece cocinar y cocinas, y sonríes; y te gusta que a las cinco de la tarde ese sol cálido (que no quema sino envuelve) te ciegue, y sonríes; y cuando anochece, llegas a casa, te das una ducha, te acomodas en ese sofá, y vuelves a sonreír. No, no está tan mal al fin y al cabo. Pero hoy no sé si el café estaba bueno, no he comprado pan, la cocina no funciona, desde mi casa no veo la puesta de sol, y no he vuelto a casa, obviamente, porque no he salido de ella. ¿Que qué coño te importa todo esto? Tú sabrás, eres uno más de los que estamos jodidos (¿eres humano?), y por tanto nadie te obliga a leer lo que hasta ahora has leído. Si no fuera así, manda a la mierda a ese capullo, y si no lo haces únete a él. Sois la pareja perfecta. Y tranquilo, ya termino; tengo que pensar en cómo coger mañana ese tren ¡Mierda! Las monedas…


(Recuperado del baúl de los recuerdos).

miércoles, 31 de octubre de 2007

Green Park

A la sombra de un ciprés, a las nueve de la noche de un jueves cualquiera, se hallaba Leopoldo en busca de la tumba de su querido perro Dartanhan el Travieso. No había sacado la primera pala de tierra cuando una ráfaga de viento hizo volar su sombrero.

Al mismo tiempo, en una de las esquinas de Trafalgar Square, a la señorita Smith se le escapaba un eructo de emoción por ver a su amado. Éste, calzando sus nuevos zapatos rojos, apareció junto a una bella dama que sostenía entre sus brazos un pequeño caniche al que le gustaba llamar Mauricio, como el hijo menor del cuidador del establo de su casa de campo y antiguo compañero de juegos, al que había visto morir ahogado en el río Támesis.

Leopoldo corrió detrás de su sombrero sosteniendo con una mano el escaso pelo que crecía de uno de los lados de su cabeza. Anduvo varios metros hasta que se detuvo ante la vista de una manada de elefantes blancos, los cuales pasaron, uno por uno, por encima de su sombrero. Entonces pensó Leopoldo: “¿Quién trajo elefantes blancos a Nueva Inglaterra?”

Mientras tanto, la señorita Smith consideraba que el corte de pelo del caniche no era el apropiado para la situación. Su amado interrumpió estos profundos pensamientos con un leve gesto de cortesía con la cabeza. Pero el destino, y las leyes de la física recién formulada por Sir Newton, jugaron en su contra desencadenando el trágico incidente de que su mano fuera a parar al joven y firme pecho de la señorita Smith. Agitado por el alboroto, Mauricio, además de rencoroso por su inapropiado corte de pelo, saltó de los brazos de la bella dama, y atacó las faldas del vestido de ésta hasta que quedaron reducidas a jirones. Por todos es sabido que los deseos de un caniche trascienden en importancia cualquier apetencia de los transeúntes de las calles de Londres, los cuales atusaban sus pelucas y ajustaban sus monóculos para contemplar el espectáculo.


María y abajo firmante, pretendida intoxicación amanítea.

domingo, 9 de septiembre de 2007

La curiosidad

“La multitud es su dominio, como el aire es el del pájaro, como el agua del pez. Su pasión y su profesión es desposar a la multitud. Para el perfecto flaneur, para el observador apasionado, constituye un gozo inmenso elegir morada en el número, en lo ondulante, en el movimiento, en lo fugitivo y en lo infinito. Estar fuera de casa y sin embargo sentirse en ella en todas partes ; ver el mundo y permanecer oculto al mundo, tales son algunos de los menores placeres de estos espíritus independientes, apasionados, imparciales, que la lengua sólo puede definir torpemente. El observador es un príncipe que goza en todas partes de su incógnito. El aficionado de la vida hace del mundo su familia, como el aficionado del sexo bello compone su familia con todas las bellezas encontradas, encontrables e inencontrables; como el aficionado de cuadros vive en una sociedad encantada de sueños pintados en lienzo. Así el enamorado de la vida universal entra en la multitud como un inmenso depósito de electricidad. También se le puede comparar con un espejo tan inmenso como esa multitud; con un caleidoscopio dotado de conciencia, que, en cada uno de sus movimientos, representa la vida múltiple y la gracia inestable de todos los elementos de la vida. Es un yo insaciable del no- yo, que, a cada instante, lo refleja y lo expresa en imágenes más vivas que la vida misma, siempre inestable y fugitiva.” C. Baudelaire