martes, 19 de agosto de 2008

El Instinto



Siempre había preferido de los autobuses los asientos traseros para viajar. Era una verdadera suerte que me fuera asignado alguno de los últimos, teniendo en cuenta que la posibilidad es de una entre… ¿Setenta? ¿Ochenta? No sé, la verdad, cuantas plazas suelen tener los autobuses, a pesar de que haya cogido muchos a día de hoy. El asunto, decía, es que es toda una suerte que te toquen esos asientos, los de atrás. Lo que proporcionan es algo más de intimidad dentro de toda la que te quitan esos sitios; de no tener que preocuparte por si tras de ti viaja un niño repelente, de esos que no callan ni aunque les metas un cañón en la boca, de los que patalean el asiento delantero y sus padres, infelices de ellos, están tan cansados que no quieren ni mirarlos… De esos. Lo primordial es que aquel día la vida me sonreía y yo le sonreía a ella, porque todo indicaba que iba a ser un buen viaje. Coloqué los auriculares en mis oídos y cuando por fin arrancó el vehículo noté esa sensación inconfundible del comienzo de un viaje, mezcla de expectación y satisfacción, con esa sonrisa leve y tonta que no desaparece hasta pasados unos quince minutos, o más, dependiendo del destino. Adoro los trayectos, todo se para y lo único que hago es mirar por la ventana y abs-traerme; me dejo llevar, literalmente.

He dicho antes que fue una suerte que me tocara uno de los últimos asientos, y no lo he dicho en balde. No sólo porque como, ya, también he dicho, permitan cierto grado de intimidad, sino porque aquel día, más que apetecible, terminaría siendo algo necesario, tan necesario como el escaso número de viajeros que acompañaban.

De hecho, no habían transcurrido ni dos horas de viaje cuando comencé a notar cierto hormigueo en mi vientre. En principio lo identifiqué como esos nervios que suelen concentrarse en la boca del estómago por tomar mucho café, o al estar ante situaciones que nos alteran. No le di más importancia que esa, y como la mayoría de las veces, lo ignoré sin dificultad. Pero, unos minutos después, no pude evitar sobresaltarme en mi asiento al notar cierta punzada bajo mi piel. Miré a mi alrededor, donde por fortuna no había más que sillones vacíos, y respiré todo lo tranquilizada que la situación me permitía.

Instintivamente, acto seguido, miré hacia mi abdomen y palpé sobre la camiseta, horrorizada, algo que nunca había estado allí y que como si tuviese vida se movía ajeno a mi voluntad. El miedo me dejó paralizada durante no recuerdo cuánto tiempo, pero finalmente no tuve más opción que retirar la tela y verlo: ahí estaba ese movimiento bajo mi piel, tensándola y enfilándola desde dentro, mientras yo intentaba controlarlo con ambas manos, y con toda la fuerza de mis brazos. Me olvidé de pensar y sólo deseaba deshacerme de aquello, de mí misma con eso que aun no sabía qué era, dentro… despertar de la pesadilla. Ahora lo incómodo del hormigueo pasaba a ser el dolor físico más terrible que he experimentado; esa cosa parecía crecer por momentos mientras yo continuaba intentando paralizarlo, mientras veía como mi piel comenzaba a desgarrarse bajo mis manos. Surcos de sangre empezaron a manar despacio entre mis dedos, resbalando hasta mis piernas, y yo ya sólo podía llorar y agarrar a ese pedazo de carne que hacía esfuerzos por salir de mí. Entonces algo punzante me atravesó la mano, y vi como sobresalía varios centímetros por encima de ella; aquella bestia me estaba descuartizando, y lo único que podía hacer ahora era resignarme y dejarlo salir. Tras las garras, fueron los colmillos, y sentí que me estaba desquebrajando definitivamente mientras yo sólo podía mirar, ya casi inconsciente, a aquel monstruo que salía de mí.

Con un movimiento rápido, una vez fuera, se giró y se posó encima de mí, rodeándome con sus patas, atándome a mi asiento. Yo estaba exhausta, casi no podía respirar, y lejos de notar dolor, apreciaba una paz que en aquel momento me pareció más cercana a la muerte que a la vida, aunque nunca hubiese experimentado la primera. A pesar de que me costaba mantener los ojos abiertos, veía borrosamente a aquella bestia observándome de cerca, auscultándome, echando su aliento caliente en mi cara y removiendo el fuerte hedor a sangre… Cuando logré reaccionar, miré hacia mi abdomen, que ahora era una enorme perforación por donde asomaban mis tripas hechas jirones. Entonces le miré a los ojos, con odio y ansias de matarlo, con una furia que no reconocía propia. Pero lo increíble, lo realmente increíble de todo sobrevino al verle. Y es que él me miraba igual. No era más que desafiante rencor lo que había en esa bestia, y parecía satisfecho al tenerme delante: continuaba analizando mi rostro, mientras sus fauces parecían dibujar un arco, una sonrisa.

Permanecimos unos minutos mirándonos, atónitos. “Aquí me tienes por fin. ¿Qué vas a hacer ahora?”, dijo finalmente, con la tranquilidad y la fiereza de quien a pesar de sentirse orgulloso continúa esperando algo. “En primer lugar, curarme la herida”.


6 comentarios:

Iconoclasta dijo...

Sangrienta y metafóricamente genial.
Un día de alegría, un momento de calma y esperanza y de nuevo la bestia abriéndose paso.
Ya era hora verte escribir de nuevo.
Besos, escritora de la gore psique.
Buen sexo.

Iconoclasta dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Esther dijo...

Ya sabes, no dejes dormir mucho a la bestia Iconoclasta, que va recobrando fuerzas.

Saludos!

mamen dijo...

hola bixeta!! como representante del club de fans te digo que estamos deseosos de nuevas historias. quiero leer mas cosas!! hace tiempo que me meto y no pones nada nuevo!!
a ver si te da un lapsus y vienes a verme a segovia.
besos

Anónimo dijo...

totalmente de acuerdo con mamen, a ver cuando pones cosas nuevas

mamen dijo...

yo sigo esperando, te pido un nuevo texto por papa noel, espero ansiosa l+m